Mawen y Bel se conocieron junto al mar.
La sonrisa de él, su sentido del humor, esos ojos de viajero con botas de siete leguas que soñaban cruzar océanos.
La imaginación de ella, su alegría infinita, su creatividad. La música de su risa.
Pura química entre los dos. Fuegos artificiales. Mariposas en la tripa.
Bel y Mawen juntaron los labios y de sus corazones nació una hoguera que les envolvió.
Aquel fuego creció mientras se conocían. Cada encuentro era una aventura, un manojo de nervios. Y con cada roce en la piel, chispas. Flores que nacen por todo el cuerpo llenándolo de vida.
Las llamas de este fuego invisible fueron aprendiendo la danza del amor profundo y del corazón colmado.
Mawen y Bel eran tango acompasado, el twist del desayuno en la cocina. El loco rock´n´roll al salir del trabajo y el vals con risas.
Desayunos en la cama, cenas con velas, sorpresas de cumpleaños. Juegos, risas, viajes, conciertos… salidas a la naturaleza y paseos de noche para ver las estrellas. Leer un libro bajo un árbol, contarse lo que habían soñado y estar pendientes de qué le gusta al otro para hacerle un regalo.
El tiempo que compartían Mawen y Bel era un santuario sagrado.
Sus sueños se entrecruzaban como un rosal en flor. Él estudiaría más para ascender en la empresa. Ella dejaría su trabajo para crear su propio negocio.
Y en esa danza del día a día llegaron, de pronto y sin avisar, las primeras nevadas. La familia de él. Las manías de ella. Mawen descubrió, incómoda, que él no era tan perfecto. Bel se sorprendió de lo difícil que le resultaba ella a veces.
Sus proyectos empezaron a absorber toda su energía y a ocupar sus pensamientos. Llegaban tarde a casa, terriblemente agotados.
Él empezó a bailar con la mente en otro lado al son del teclado de la oficina. Ella el caminar angustiado sobre la cuerda floja de su negocio. Dos relojes que empezaron a desacompasarse.
El tiempo para amar fue reemplazado por lo que ambos bautizaron como “responsabilidades”.
La rutina no se hizo de esperar. Llegó en forma de tormenta de arena, de trago de adormidera. De sumirse poco a poco en el cansancio y en la inconsciencia. De darse por hecho, de mirar y no verse.
La frustración trajo el culpar interiormente al otro por la insatisfacción que sentían. Discutieron, y cada palabra de hielo cristalizaba en el corazón.
Mawen y Bel veían que el fuego de su amor, antes radiante, decrecía lenta e inevitablemente. Pero se sentían demasiado agarrotados como para sacar el agua de esa balsa que se hundía.
Mawen estaba furiosa con Bel. La tormenta de arena en la que se había sumido le dejaba incomunicada, sin perspectiva.
«Quizás con otra persona –se dijo–, quizás cambiando de vida».
Bel se evadía en su trabajo para no sentir el dolor.
Una mañana, ella fue a tomar café con sus antiguas compañeras.
En ese mismo instante, en otro lugar, Bel salió de su trabajo para entrar en la nueva panadería.
Mawen escuchó alarmada la vida de sus compañeras: parejas convertidas en compañeros de piso, en socios de trabajo, en enemigos. En heridas sangrantes y llamas extintas.
Bel miró sorprendido cómo aquel hombre amable de la panadería se giraba, dejando de atender la enorme fila de clientes malhumorados, llenos de prisa, y se tomaba su tiempo para meter leña en el horno y mantener vivo el fuego…
Bel entonces lo comprendió.
Mawen vio en su pecho una llama temblorosa. Recordó la sonrisa de él, su sentido del humor, sus ojos de viajero con botas de siete leguas.
Bel vio en la llama frágil de su pecho la alegría infinita de ella, su imaginación, su creatividad. La música de su risa.
Y en ese preciso momento, ambos tomaron una decisión inamovible:
Mawen llevó la llama a su vientre para protegerla y nutrirla con toda su capacidad creadora de vida.
Bel corrió en busca de la leña con que alimentar aquel fuego.
Estaban oxidados, cansados, desacostumbrados. Pero, sin decirse nada el uno al otro, el salió antes del trabajo y ella aparcó las preocupaciones dos calles más lejos.
Él le preparó una cita sorpresa. Ella cocinó su comida favorita.
Él trajo Leña de Vida para avivar su alegría, para alimentar su imaginación y hacerla reír.
Ella despertó sus sonrisas, y preparó aventuras con que vestir aquellos ojos viajeros.
Celebraron el día a día. Volvieron las cenas con velas, la música y el tiempo para amarse.
Se hicieron responsables de su felicidad y de sus momentos de insatisfacción, en vez de culpar al otro. Se enfocaron en lo que amaban de su pareja para tenerlo siempre presente.
Y en cada tormenta de arena, Mawen buscaba la luz de los ojos de Bel para no perderse.
Y en cada ventisca de hielo, él protegía el calor de la llama con su cuerpo.
Habían aprendido que el amor es un Fuego Vivo.
Un Santuario Sagrado de Tiempo y Espacio.
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Que siempre sepas cuidar del Amor.
Que los ojos de tu corazón te ayuden a distinguir el Fuego que de verdad nutre, del que no hay que reavivar pues no calienta el alma.
Myriam Aram
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Ilustraciones tomadas de internet. Autor(a) desconocido(a)