El día que Naran despertó en la cama con sangre entre sus piernas se asustó muchísimo. Tenía once años. En su colegio ya le habían hablado de la menstruación, e incluso su madre le había comprado un libro con ilustraciones. Aún así, Naran se levantó de la cama muy alarmada, preguntándose cómo es que nadie le había advertido acerca de esa etérea y sutil piel de osa, parda y mullida, que le cubría los hombros. O de aquellas pequeñas zarpas que podía ver superpuestas a sus manos si entrecerraba los ojos.
Para mayor desconcierto, en su entorno no fueron capaces de percibir ningún cambio.
Ya imaginaba que viviría para siempre con aquel halo de piel de osa cuando, una mañana, notó admirada cómo esta se desprendía de su cuerpo con la suavidad de una hoja seca. En su lugar, sus brazos se fueron llenando de unas bellísimas e incorpóreas plumas de halcón.
Naran no dejaba de entornar sus ojos y batir sus brazos, completamente perpleja.
Por mucho que se empeñó en preguntar, nadie advirtió su contorno de plumas, ni tampoco aquella aura de pelaje dorado y la cola leonina que a los seis días pasó a acompañarla cuando sus plumas se marcharon con un soplo de viento.
Sin embargo, hubo aún una última transformación en ella… una que le aterrorizó hasta el tuétano: a la semana de estrenar el halo de leona, amaneció cubierta con las escamas relucientes e impalpables de una enorme serpiente.
Asqueada, intentó cortar aquella aura escamosa con unas tijeras y corrió veloz para dejarla atrás sin conseguirlo… Pero finalmente tuvo que resignarse a llevarla a lo largo de ocho largos días, momento en que, para su tranquilidad se desprendió de ella también dando paso de nuevo al pelaje cálido de la osa.
A Naran le gustaba pensar que su capacidad única de percibir aquellos halos se debía al linaje de su abuela que, según oyó una vez, era una auténtica bruja del Pueblo Reno de las estepas de Mongolia.
Pronto aceptó aquel juego cíclico en el que su cuerpo y su carácter cambiaban una y otra vez a lo largo del mes. Investigando a su alrededor y entrecerrando los ojos, descubrió con emoción que todas las mujeres estaban cubiertas por las mismas plumas y pieles etéreas.
Al terminar sus estudios la contrataron en una prestigiosa agencia de publicidad y su seguridad interna comenzó a tambalearse. Lo que al principio le había parecido una característica femenina ahora se revelaba como una maldición insoportable e injusta. Además, ¿una persona tan voluble y cambiante sería digna de confianza en una sociedad que premiaba la constancia y la lógica?
Por suerte no todos aquellos cambios le parecían inútiles. Fascinada con las plumas de halcón, volaba con ellas ligera, decidida y perspicaz por su vida. Con ellas Naran se convertía en un verdadero torrente de ideas muy celebradas por los directivos de la agencia.
También adoraba esa piel amorosa y sensual de la leona. Irradiaba armonía a su alrededor, y le resultaba sencillo atender las necesidades de su pareja y sus amigos con serenidad y dulzura.
Sin embargo, conforme las primeras escamas de la serpiente aparecían, Naran empezaba a perder la paciencia. Buscaba la soledad para templar su sensibilidad y su malhumor, pero allí donde fuera le perseguía un enjambre de emociones contradictorias y recuerdos del pasado que le hacían soltar más de una dentellada.
Por si esto fuera poco, su perspectiva y su creatividad se enmarañaban tornándose más viscerales, lo cual chocaba con la línea estética de su empresa.
Naran odiaba profundamente este estado porque… ¿quién podría amarla siendo serpiente?
Al menos la paz volvía con la piel de osa, aunque también con ella regresaban el dolor de abdomen y la lentitud. Por mucho que se esforzase para concentrarse y avanzar en sus proyectos, sentía la impotencia de tener el cuerpo cansado y de no poder pensar con total claridad.
Naran se daba cuenta de que no era la única que rechazaba a la serpiente y a la osa. Se fijaba en otras mujeres en las reuniones de trabajo, en los parques, mercados, aeropuertos… y todas hacían lo imposible para mantener sus plumas de halcón, raídas y gastadas de tanto ocultar sus pieles de osas para así poder atender sus familias, trabajos y hogares.
Una noche Naran llegó a casa completamente exhausta. Llevaba una semana inmersa en un proyecto muy complejo. Los dos últimos días había estado sangrando y atiborrándose a café y a azúcar, peleándose con su estado mental para no estar por debajo de sus compañeros.
Ya en el sofá se enrolló en una manta sintiéndose tan agotada que, en lo que tardaba en encenderse el ordenador, cerró sus ojos y…
Un paisaje nocturno y gélido la acogió. Sobre el suelo nevado había un carromato ajado por el uso, con espirales y otros símbolos pintados en las paredes. Junto a sus ruedas, sentada sobre unas pieles, había una anciana.
Era pequeña y delgada, con los ojos rasgados propios de los pueblos siberianos, pero tan brillantes y vivos que le conferían el aspecto de una niña milenaria. Llevaba una casaca añil y un gorro por el que escapaba una trenza cana. Aunque Naran nunca la había visto antes, supo al instante que era su abuela Batbayar.
La anciana acariciaba a un imponente reno blanco que estaba recostado junto a ella. De sus astas colgaban cintas de seda de colores y adornos de plata. Naran quedó sobrecogida ante la belleza del animal.
Dudó si caminar hacia su abuela y sentarse a su lado… aunque lo más probable era que no hablase su idioma. Sin embargo, esta le hizo un gesto para que se acercase. Mirándola con la profundidad del cielo estrellado, le preguntó:
–¿Cuál es la Medicina de la Osa en la Caverna, Naran?
Las palabras de Batbayar crearon una esfera de vaho que comenzó a moverse como la burbuja de cristal de un maestro vidriero. La esfera creció y creció hasta convertirse en una gran luna dentro de la cual se dibujó un paisaje nevado con árboles desnudos. La quietud y el silencio del invierno se manifestaron.
Naran vio cómo su aura de piel de osa aparecía vibrando ante la imagen del invierno.
Su abuela la miraba paciente esperando la respuesta a su pregunta.
–¿Qué cuál es… la medicina de la osa? –repitió desconcertada–. Como no sea estar cansada física y mentalmente… Ojalá desapareciera el invierno –afirmó rotundamente.
Al decirlo, su aliento se unió a la esfera. Sus palabras se convirtieron en un sol que deshizo la nieve de aquel paisaje, dando paso a la hierba y a las flores. La piel de osa también desapareció y las plumas de halcón pasaron a cubrir el aura de Naran, que se estiró satisfecha.
Mirando la esfera de vaho sintió el rumor de los ríos y la brisa fresca de la mañana, el aroma a miel y el sonido de las abejas zumbando.
El pequeño sol siguió brillando con más intensidad y el paisaje cambió las flores por los cereales, los huertos y los frutos de los árboles. Naran pasó entonces a lucir orgullosamente su halo leonino, mientras su abuela Batbayar acariciaba al gran reno sonriendo con astucia.
El sol continuó calentando en su cenit. Un grupo de personas surgió para recoger la cosecha… pero nada más concluir, comenzaron a remover la tierra de nuevo y a plantar en ella.
Naran notó gotas de sudor recorriendo su espalda. Empezó a respirar con dificultad por el polvo y la sequedad de la tierra.
Bajo el sol abrasador de aquel verano perpetuo, la tierra volvió a dar sus frutos, esta vez más pequeños y escasos. Las mismas personas retornaron para recolectar y nuevamente plantar. Observó cómo vertían fertilizantes químicos para forzar la productividad de aquella tierra cada vez más cansada y esteril.
Naran notó en su propio ser la falta de energía vital y el agotamiento profundo del terreno.
–¡¡Esto es antinatural!! ¿Es que no ven que están maltratando a la Tierra? –protestó indignada.
Fue entonces cuando abrió los ojos con un gesto de asombro, comprendiéndolo por fin: eso mismo era lo que ella le hacía a su cuerpo cada mes.
Las cintas de colores del reno y los adornos de plata se mecieron, produciendo un leve tintineo. Con suma delicadeza, el animal albino exhaló su aliento sobre aquel verano sin fin.
Al hacerlo el pequeño sol comenzó a retirarse y las lluvias llegaron en abundancia. Pronto las hojas amarillearon y cayeron, y al hacerlo alimentaron el suelo.
Naran pudo ver cómo la Tierra se nutría a sí misma con el otoño, al mismo tiempo que su aura de serpiente aparecía. Pero en esta ocasión, por primera vez, no le disgustó llevarla. Esta vez disfrutó de esa urgencia de ir hacia adentro, de repensarse. Estaba segura de que la energía de la serpiente le ayudaría a mirar aquellas partes de su vida que no solía querer ver, y a no dar a otros más de lo que podía.
Los árboles se desnudaron por completo y la tierra quedó cubierta por un manto de nieve bajo el que descansó, del mismo modo que Naran quedó protegida por el manto de la osa.
Las semillas y los insectos durmieron bajo la tierra. El mundo entero se recogió.
Naran suspiró cerrando los ojos, acogiendo en su ser la paz y el silencio.
–Todo gira, todo cambia, mi niña. La luna, las estrellas… –le dijo Batbayar–. Sin invierno la tierra se agota, de la misma manera que las mujeres necesitan parar y cobijarse en sí mismas, para ensoñar como la osa en la caverna –asintió, cogiendo la esfera de vaho y haciéndola girar en el aire–. No desprecies tu naturaleza cambiante, hija de la Tierra.
La esfera de vaho empezó a crecer más y más con el movimiento, envolviéndolas por completo. El paisaje nevado se emborronó y comenzó a perder nitidez.
–¿Te volveré a ver? –le preguntó a su abuela.
En su voz había nostalgia del alma.
La anciana sonrió con dulzura.
–Nos volveremos a ver, Narantsetseg. Vendrás a estas tierras y caminaré contigo el sendero de la magia.
La esfera desvaneció los contornos. Solo quedaban ella y su abuela dentro de esa nube que giraba veloz.
Naran entrecerró rápidamente los ojos para averiguar qué tipo de halo tendría su abuela.
A su alrededor vio unas grandes alas de halcón, y las pieles de la leona, la serpiente y la osa a la vez. Todas se manifestaban en ella al mismo tiempo. Ella ya había completado sus ciclos femeninos.
Un blanco cegador estalló dejando paso a la oscuridad que albergaban sus párpados cerrados.
Naran sabía que había despertado del sueño, pero no abrió los ojos. No aún.
Había comprendido que era tiempo de parar para ensoñar, de soltar lo innecesario, de marcar límites para respetarse y cuidarse.
Era tiempo para honrar la Medicina de la Osa.
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Niña Cíclica, si sientes que necesitas parar, asegúrate de que descansas lo suficiente. Si te cuesta tomar decisiones, o no te ves capaz de lograr tus objetivos… no te preocupes, pasará en unos días.
No desprecies tampoco la Medicina de la Serpiente, que nos da Ojos Lúcidos para percibir lo que no anda bien en nuestro interior.
Fluyendo con tu cuerpo sin intentar combatirte, encontrarás la armonía.
Un abrazo fuerte.
Myriam Aram
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– He elegido estos cuatro animales (Osa en la Caverna: fase Menstrual; Halcón: fase Preovulatoria, es decir, nada más terminar el sangrado; Leona: fase Ovulatoria (el óvulo es liberado y viaja por las trompas) y Serpiente: fase Premenstrual (el óvulo no se ha fecundado, por lo que el cuerpo se prepara para expulsarlo) porque sus energías me parecen muy representativas según mi experiencia.
Quizás tú elijas otros animales para simbolizar tus fases, o a lo mejor tu manera de experimentarlas es distinta.
Somos únicas :)
© Copyright de los textos: Myriam Aram
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Ilustraciones por orden de aparición:
“Bear Woman” de Susan Seddon Boulet - www.turningpointgallery.com
Rueda con mujeres (imagen tomada de internet, autor(a) desconocido/a)
Mujer con serpiente (imagen tomada de internet, autor(a) desconocido/a)
“Playing with de North Wind” de Susan Seddon Boulet - www.turningpointgallery.com
“Quilt in Progress” de Barbara Olson - http://www.barbaraolsonquiltart.com
Esfera con las estaciones (imagen tomada de internet, autor(a) desconocido/a)
“She fed him Rosehips” de Jackie Morris - www.jackiemorris.co.uk